domingo, 8 de diciembre de 2013

JFK

Hugo De Marinis

Verdaderas mentiras: Los números redondos alegran las efemérides. No hay novedades que festejar por aquí, entonces los medios del imperio y sus repetidoras cercanas y lejanas pueblan el espacio sideral con aquel magnicidio que todavía encandila(i).

La hegemonía mediática se ha convertido en la nueva derecha, hiperactiva, alevosa y apabullante neo-constructora de verdades. Verdades raras, porque no se comprueban la mayoría de las veces. Mejor decir constructora de verdades que, en realidad, son mentiras. Verdades-mentiras que, sin embargo, surten efecto en la audiencia porque buena parte de esa audiencia cree tales verdades-mentiras, las toma como artículos de fe y les otorga a la vez una nueva entidad veraz.

Argentinos, ecuatorianos y venezolanos malician de esto a roletes debido a la brava pelea que libran en sus países por la distribución equitativa de la información. Los anglo-norteamericanos, en cambio, parecen más crédulos.

Invitados y especialistas a programas de estaciones públicas y comerciales del norte se han esforzado, para la quincuagésima conmemoración, en desacreditar la posibilidad de un complot que implicaría la participación de los servicios de inteligencia de Estados Unidos en el magno crimen. Que no hay pruebas determinantes; que Lee Harvey Oswald actuó por la libre; que a este último lo mató un mafioso (Jack Ruby, un tipo limitado que se prestó al montaje, de sospechados vínculos además, con el occiso presidente). Que, en fin, se trató de una desgracia ya que Kennedy corporizaba la representación de un aristócrata joven, exitoso, bien parecido y con alguna agenda progresista. Con lo último ya empezamos a patinar, por los límites naturales que impone la realpolitik, que obstaculizan aún las más mínimas acciones de cualquier presidente de Estados Unidos que se proponga cambios. Preguntarle si no a Obama. De todos modos, no perdamos de vista que JFK decretó el bloqueo económico a Cuba, preparó un golpe de estado contra la isla que fracasó – a cuyo cargo había puesto a su hermano Robert, asesinado unos cinco años después de John (junio del ’68) – y fue el que mandó a bombardear Vietnam del Sur, y rociarla con napalm, en 1962(ii).

Aparte de preguntar a testigos y especialistas cómo fue que sucedió aquello, se solicitaba el aporte de gente de a pie que se encontraba en Dallas, o cualquier otra parte del mundo, aquel traumático 22 de noviembre. Yo venía de vuelta del laburo la noche del 50° aniversario desde las ciudades mellizas de Kitchener-Waterloo a mi hogar en Toronto. Sintonicé, para distraerme, la radio pública (Canadian Broadcasting Corporation [CBC]) en la que, como no podía ser de otro modo, locutores y escuchas hablaban de Kennedy. Más exactamente, de qué hacían cuando se enteraron de su muerte.

“Lo mataron al viejo Kennedy”

A mí nadie me preguntó, pero la conversación radial me impulsó a construir una respuesta imaginaria. Comparto una imagen y una secuencia de mis siete años, que se me dibujó en la oscuridad del vehículo en la ruta, presidida por la cara de una señora del barrio (San José, Guaymallén) que vivía a la vuelta de mi casa infantil cuando ocurrió el acontecimiento.

De esta mujer aparecida en la nocturnidad del auto, justo cuando otra lloraba en la onda radial por el dolor de tamaño crimen, se destacaban la cara redonda, brillante, de pómulos salientes y rosados, los ojos oscuros y el cabello negro, ondulado y corto, como se usaba, y que hacía juego con su indumentaria también oscura. Quizá estaba de luto. Se veía rellenita y sana; su talla era mediana. Aquella tarde radiante se me antoja fresca a pesar de lo avanzado del otoño. A Kennedy le dispararon tres tiros, según la versión del gobierno de su país, a eso de las 12:30 (hora central de EE.UU). La noticia la deben haber dado en Mendoza unas pocas horas más tarde.

Antes de la entrada en escena de la señora, unos cuantos pibes del barrio jugábamos a la pelota en plena la calle Pedernera, entre Emilio Civit y el callejón Junín, frente a la casa de María Assof de Domínguez, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo de Mendoza. Estoy seguro que la señora de negro vivía al lado de María y se llamaba Teresa y que andaría por los 30 años, por ahí un poco más.

Doña Teresa irrumpió a los gritos desde su casa repitiendo, “mataron al viejo(iii) Kennedy”, con voz de corneta y acento golpeado entre San Juan y Mendoza, sonrojado al máximo el color natural de sus cachetes rosados por el privilegio de anunciar al vecindario la primicia. Los jugadores del picadito nos quedamos congelados un instante en la tarde resplandeciente de ese 22 de noviembre. Solo unos minutos después, alguno dijo: “che, ya no se puede confiar en nadie, ¿cómo van a matar a este viejo?”.

Cuando mi padre llegó a casa, a la noche, y la noticia ya tenía alborotado a todo el mundo, machacaba con cancha de veterano socialista que Estados Unidos era un país gobernado por gansters y que el responsable del crimen no podía ser otro que Lyndon Johnson – el vice de JFK – quien terminó el periodo presidencial del asesinado mandatario. En todo caso mi padre no fue el único en arriesgar esa acusación (iv).


No es inútil la verdad

Olvidamos pronto las herramientas de propaganda que usan los formadores de opinión dominantes para crear verdades simbólicas. Desde que EE.UU. se comenzó a perfilar como imperio, pugnó por acompañar sus agresiones con relatos que las justificaran. Lo triste es que casi siempre tuvo éxito, sino en su credibilidad, al menos en la imposición de sus razones, mientras ridiculizaban a quienes se empecinaban en exponer el cuento. Aun cuando se comprobaba la fechoría, no daban explicaciones, total, la cuestión había perdido vigencia y pocos la recordaban. Los falsificadores señalaban ese relato como necesario – una avivada – para preservar vagos ideales como la salvaguarda de la democracia, la libertad y los valores de occidente cuando, de hecho, lo que pretendieron siempre fue eliminar barreras comerciales que impidieran la expansión irrestricta de sus propias empresas y la defensa de sus angurrientos intereses nacionales.

En este contexto, ni falta que hace indagar cada documento desclasificado por el Departamento de Estado ni aguardar los que aún se conservan en secreto para morirse de risa de las justificaciones oficiales sobre el asesinato. Desde el hundimiento del acorazado Maine en 1898 en el puerto de La Habana, que precipitó la guerra española-estadounidense, hasta la excusa del último Bush sobre las armas de destrucción masiva en poder de Sadam Husein para la invasión a Irak, muchas verdades dudosas fabricadas espías y hacedores de la política exterior de EE.UU., pasaron bajo el puente(v).

El famoso crimen mantiene hechizado a un público cautivo que ha consumido más de 40.000 libros sobre el hecho. Y no solo libros, sino recuentos oficiales, artículos y ensayos contradictorios, a favor y en contra de teorías conspirativas. Considero indolente resignar la interpretación crítica, basada en hechos y conductas de la política exterior e interior de Estados Unidos, porque así se libra de responsabilidades a los perpetradores con el argumento del paso del tiempo y la irrelevancia del tema en la actualidad. Tal vez el esclarecimiento del magnicidio sea una batalla perdida en lo de obtener información veraz. Algunos progresistas señalan inoportuno seguir con este asunto(vi) porque resultaría imposible castigar culpables. Más valdría – aconsejan – ocuparse de lo que se puede mejorar en lo social y dejarse de expediciones punitivas que tanta consternación causan en los países invadidos y bombardeados. Apoyar y presionar a Obama en estos sentidos, plantea Peter Dreier(vii). Buena intención pero efectos limitados y dudosos, igual que quienes piensan que las revelaciones de WikiLeaks, Edward Snowden y del soldado Manning solo confirman lo que algunos conocían desde siempre. No es así, porque ahora hay pruebas de actos delictuosos concretos. Solo con la verdad – o con la aproximación más cercana a ella – se debe construir historia. ¿No es este uno de sus fines y al mismo tiempo justicia para la memoria? Termina siendo displicente no identificar el poder de propaganda de la hegemonía planetaria y el carácter desigual de la distribución de la información en favor brutal de las corporaciones mediáticas en la mayoría del mundo capitalista. Todo aquel que albergue intenciones emancipadoras no debiera rendirse a ningún tipo de disimulo ni falsificación por más insignificante que parezca.

(i) El 61% de los estadounidenses descree que haya sido un solo loco el que mató a Kennedy según Lluís Bassets en una columna de El País de España (http://elpais.com/elpais/2013/11/22/opinion/1385138770_108567.html).
(ii) Noam Chomsky: http://truth-out.org/news/item/20135-chomsky-weighs-in-on-kennedy-assassination- anniversary-it-would-impress-kim-il-sung. Hay traducción al castellano en Rebelión: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=177433.
(iii) “Viejo” debe interpretarse como expresión de distancia desde la perspectiva de doña Teresa hacia un hombre que ostenta cierta jerarquía más que a la edad del funcionario. Kennedy tenía 46 años al morir: no era para nada viejo, menos para un político.
(iv) Ver el artículo de Luiz Alberto de Vianna Moniz Bandeira: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=177594
(v) Perry Anderson expone con puntillosidad los subterfugios de la política exterior norteamericana desde Frank Delano Roosevelt hasta Obama en un número especial de New Left Review (N° 83, Septiembre-Octubre 2013) titulado American Foreign Policy and Its Thinkers (La política exterior estadounidense y sus pensadores)
(vi) Peter Dreier: http://www.huffingtonpost.com/peter-dreier/i-dont-care-who-killed-jf_b_4326775.html
(vii) Ídem.

La Quinta Pata

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