Eduardo Paganini
El poeta Abelardo Vázquez, convocando a importantes figuras de la época, promueve en los ’40 la publicación de una revista cultural —llamada Pámpano— por fuera de instituciones oficiales y de academias instaladas que marca un jalón significativo en la historia cultural cuyana. A más de 70 años de aquella empresa, somos testigos de la conjunción de personalidades singulares y de aportes valiosos como la que EL BAÚL hoy difunde: la obra del pintor Antonio Bravo (1886-1942) [i] a la luz de la escritura del Dr. Petra Sierralta (1903-1975) quien seguramente ofrecía este trabajo como un homenaje al reciente fallecimiento del pintor.
En Antonio Bravo el hombre y el artista vivieron con la misma intensidad de emoción y de serenidad. Fue la suya una vida volcada en sentimiento. Sin altisonancias y sin arrebatos. Concentrada, silenciosa y densa. Vida de ensueños, de lirismo y de bondad. En ella el dolor nunca encrespó el mar interior. Y su arte pasó a través de esa vida. Se dulcificó y adquirió una proyección romántica. De ahí que en sus obras, en sus paisajes, estén las facetas de su alma: acento de tranquilidad, latido doliente, clima de bonhomía. Si Rodin estuvo en lo cierto cuando aseguró que el arte no empieza sino con la verdad interior, Antonio Bravo constituye una afirmación del concepto del maestro, pues fue pintor antes de pintar. Vivió la armonía de las formas y del color y el soplo esencial de los temas. Por eso sus primeros cuadros revelaron a un intuitivo. Quizá por ello sus comienzos fueron ingratos. Pero en él había un artista y una riqueza que necesitaba servirse de un lenguaje adecuado para expresarse.
La primera época de Bravo fue una época de espontaneidad, de vuelco fruitivo de emociones. Era la verdad interior que pugnaba. Faltaba, eso sí, el rigor lógico y técnico. Pero este no tardó en romper la nebulosa del sentimiento puro. Bravo, joven aún, se vio afrontado al problema de la necesidad de una disciplina. Llegó a la academia, pero esta apenas si lo acercó a los principios elementales. Su tesón y su ansia de saber y de comprender hicieron lo demás. Fue así que adoptó el maestro tradicional: la naturaleza. Y se dio a observarla, como aconsejó Cezanne, a estudiarla y a penetrarla. Y sus mejores enseñanzas las obtuvo de ella. Toda su capacidad de autodidacto se apoyó en sus ensayos y preocupaciones frente al natural. En este abrevo y, ante este, asistió al mejoramiento de su técnica. Bravo, por la vía emprendida, habría llegado a una evolución más trascendente que su actitud naturalista: habría excedido su apego al modelo y al objeto y habría buscado un clima espiritual, de expresión más abstracta. Pero sus fuerzas físicas conspiraron contra él. Inició un camino muy seguro, mas no pudo recorrerlo íntegro. Sin embargo hay en la etapa cumplida por Bravo atisbos de superación técnica y un soplo lírico que caracteriza sus paisajes. Por su modalidad temperamental y por su visión interior, se enroló en el impresionismo. Quizá no abrazó esta manera pictórica porque buscara la finalidad científica de los principales sostenedores del movimiento que querían demostrar plásticamente el principio de la descomposición de la luz. Más propiamente fue un cultor del impresionismo porque buscaba una manera libre para expresarse y porque su retina y su espíritu sentían la necesidad de ver trasladada a la tela la gloria luminosa del paisaje. El impresionismo no solo fue un movimiento de rebeldía y de reacción contra la tradición académica, sino que luchó y asumió una actitud revolucionaria para vencer las dificultades que ofrecía la captación del aire, de la atmósfera y de la luz. Era también una posibilidad de cambio, de mutación de los cánones doctrinarios. Y Antonio Bravo, que despertó al dolor artístico en momentos que se tenía al impresionismo como un estilo en triunfo, entendió que su sensibilidad se avenía con él y que, por él, podía transmitir la gran repercusión que la luz de nuestro paisaje producía en su ámbito subjetivo. Así fue que Bravo trabajó sobre sí mismo, mejoró sus medios expresivos y obtuvo mayor dominio del color. Durante varios años se ahincó en sus afanes. Paciente y silenciosamente. Y se hizo un pintor noble, sin artificios, característico por su sinceridad.
La montaña fue su tema predilecto. Los planos yuxtapuestos, las profundidades y las bellezas de los cordones precordilleranos, fueron el acicate de su inspiración. Las líneas suaves de las serranías y collados, coincidieron con su tranquilidad interior. Con ellas y con la sobriedad de su paleta, logró captar la calma de valles y rincones. Pero su pintura no podía ser solamente impresionista. En esta lo subjetivo cede ante lo material, cuando no ante el oficio. Y Bravo no podía renunciar a lo subjetivo. Era en él demasiado intensa la vida anímica para que su lenguaje plástico se independizara de ella. Es por eso que muchos de sus cuadros tienen una profundidad que no es la que caracteriza a las telas impresionistas. Él se mostró sensible al juego de tonos prodigados por el sol —primero y gran pintor de nuestro paisaje—, pero sin renunciar a la valoración y a los volúmenes que incorporan la tercera dimensión a la creación impresionista. Desrealizó también como los representantes de este movimiento, pero no para demostrar que la forma se debía elaborar con el contorno más que con el dibujo, sino para obtener con la materia cromática una atmósfera entonada, conseguida con matices y cuya función era transmitir estados de alma.
Pone de relieve este aspecto de la obra de Bravo, que los estilos pictóricos, como caracterización, no hacen fundamentalmente al valor de los artistas y que estos, cuando poseen poder creador y sello personal, imponen su arte por encima de las maneras y de las escuelas.
Posiblemente, en ciertas épocas de su labor, Bravo se dejó seducir por el descubrimiento impresionista de las sombras transparentes logradas con azules y violetas. Pero supo comprender que no debía apegarse a esa fórmula y luchó por alejarse de ella en su última etapa. En la medida que pudo lograrlo, eliminó un resabio que no le favorecía. Los violetas, pueden intervenir en ciertas sombras frías pero no en las cálidas. Y así como en este problema Bravo advirtió otros de estructuración y los resolvió. Es así que ha dejado obras que lo señalan como un pintor que dio verdadera categoría al color; que construyó siempre el organismo plástico con un criterio de armonización tonal; que poseyó una paleta rica; que no fue esclavo de recetas; que trató de poseer los medios que le permitieran superar la etapade simple reacción sensible y que logró aprisionar nuestro paisaje con fidelidad y justeza. En su época de mayor fuerza y capacitación, Bravo cuidó el sentido compositivo y tendió a una mayor depuración del color. Por todo ello la obra que realizó en Cuyo es un antecedente que debe ser debidamente valorado en el movimiento plástico de nuestros pintores contemporáneos.
Fuente: Guillermo Petra Sierralta, El Arte de Antonio Bravo en Pámpano, Mendoza, octubre de 1943, Año 1 Nº 1. Director: Abelardo Vázquez.
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