domingo, 13 de abril de 2014

El “tigani” y Buenos Aires

Abderrahman Beggar* (Trad.: Moumene Essoufi)

A la memoria de la madre del autor que acaba de fallecer.

La autenticidad de Argentina

El antecesor del tajine es el τιγανι (pronunciado tigani). En griego, esta palabra designa todo recipiente que sirve para freír. Los primeros tiganis eran de barro, con o sin tapadera.

Esta palabra es tan querida para mí. Está presente cada vez cuando evoco lo que considero como el padre de todos los tajines, el que el alfarero de nuestro barrio había hecho especialmente para mi familia, en Marruecos, una familia numerosa que creía firmemente en el principio: donde se pone una mano, se ponen diez, una manera de decir que la comida se prepara para ser compartida. Basta con cerrar los ojos y concentrarme en la imagen del Tigani, colocado sobre un brasero gigante, hecho a la medida por el mismo alfarero, para meditar sobre mi tierna infancia, imaginarme cabeza rapada, con tirachinos alrededor del cuello, un mendrugo seco y un trompo en el bolsillo, bañándome en las voces del barrio (lamentaciones de mendigos, sonidos de tamboriles, cantos de Ashoura, llamamiento a la oración, mugido de una vaca…), la cabeza en los mundos maravillosos de esas historias que mi madre nos contaba, hilando la lana, embriagada por el olor de raíces de arbustos secos, que se queman en la chimenea, en la cocina, en un día de invierno particularmente frío. Desde las cimas de las montañas, la nieve enviaba sobre nosotros un viento glacial que nos empujaba a acurrucarnos pegados los unos contra los otros. Los pequeños estaban muy contentos de ver que las inundaciones hacían imposible cruzar el puente que llevaba a la escuela.

Tigani había tenido una larga vida. Mi madre tenía mucho interés por ello de tal manera que luchaba en cuerpo y alma contra fisuras y brechas, con todos los medios de los que disponía. Y, al fin, Tigani exhaló el último suspiro, el día mismo en que nuestro vecino, trabajador inmigrante en Italia, introdujo, por primera vez, la antena parabólica en nuestro barrio. Compramos otro tajine que él también volvió a juntarse con el elemento de donde había venido: la tierra; luego un segundo, un tercero, un cuarto… Sin embargo, no puedo desechar el recuerdo del primero. Creo que un uso largo daba un sabor particular a todo lo que mi madre preparaba en él. Una cosa es cierta: no he encontrado nunca este acento secreto, este sabor particular y sé que no lo encontraré nunca, aunque mi madre es todavía fiel a sus recetas. No diría que se volviera para mí un paraíso perdido, porque Tigani me acompaña siempre, en cualquier parte donde voy; habita el mendrugo preparado en un innoure ( horno de barro, calentado con bosta de vaca), el tazón de caracoles de que sólo el Doctor (a causa de su toca y delantal blancos) tiene la receta mágica, la tarta de nueces, especialidad de una cariñosa mamá ontariana, la crepe servida por un pakistaní en Doha, la shkamba (una sopa de tripas) que es el orgullo de un pequeño restaurante en Trabzon en la frontera entre Turquía y Georgia)… Más aún: su presencia sobrepasa la cocina y se hace sentir en la manera de andar veleidosa de un viejo marrakchi o los pies ágiles de una bailarina popular de las favelas de Carapicuiba (región de Sao Paulo), o los tatuajes de la vieja vecina, o los gritos de un vendedor de frutas de Andalucía, o la manera de contar del costamarfileño Sako, o los chistes de Ahmed en un café de Manama. Tigani es para mí una manera de vivir y considerar el mundo. Es el que hace de nosotros seres diferentes los unos de los otros; es también estilo, terruño, identidad, todo lo que asegura la singularidad y nos separa del rebaño.

Por este motivo, para mí, partir a otros lugares no hace más que responder a esa necesidad de tiganizarme más, buscando las huellas invisibles que la cultura pone en la mente de los hombres. Descubrir a los tiganistas es el deporte más excitante que sea; consiste en tomar los caminos que llevan al corazón de las sociedades, donde se encuentra esta fuente de la fuerza cultural que hace que un pobre resiste – mediante un módico capital – ante un Mac Donald o una Pizza Hut. Afortunadamente, estos escudos de lo auténtico, estos héroes anónimos no están solamente a la disposición del que paga un precio muy caro. Los que hicieron la identidad de las naciones son gentes que sabían ofrecer delicias, sirviéndose de todo lo que les llegaba a las manos. Es esta cultura de la sobras que ha hecho la feijoda (un plato nacional brasileño cuyos orígenes remontan a los tiempos en que los esclavos recuperaban las sobras de carne que los dueños no querían y las preparaban con frijoles), la pizza (que apareció en los barrios pobres napolitanos),la paella (plato de los necesitados, al principio, antes de la introducción del arroz en España, era a base de pasta y pescado: los productos alimenticios más frecuentes en el Mediterráneo.

En Argentina, Tigani está omnipresente, y sería una pretensión querer bosquejar todas sus caras en un artículo. Tigani habita el gruñido de las aguas de las cataratas del Iguazú, en plena selva tropical, las cimas del Aconcagua, rey de los Andes, con sus 6.959 metros, la sonrisa de una pequeña india mapuche, la voz ronca y la guitarra ambarina de un viejo gaucho, rompiendo el silencio y la soledad de las extensiones de la pampa, los pasos sensuales de una pareja de bailarines de tango bajo un sol que se dedica a dorar el horizonte del Río de la Plata, las nieves fundibles de la Patagonia, ante los ojos indiferentes de los leones marinos. Estos se parecen a estatuas vivas a quienes el guirigay de los pingüinos no molesta para nada. Argentina es un metatigani de 3.8 millones de km2, el tipo de lugar que llevo en la núcleo de la sangre. Como cada parcela de tierra latinoamericana, este país nos invita incansablemente al regreso. Con sus once millones de habitantes, Buenos Aires es una ciudad hecha de maravillas, donde el milagro es un detalle. Hasta la muerte no carece de estilo. Me gusta pasar horas vagando en el cementerio de la Recoleta, una maravilla de la arquitectura funeraria, donde yacen las grandes celebridades del mundo político, artístico y literario. Todas las tumbas, mausoleos, criptas, capillas participan de la misma preocupación y que consiste en una casi deificación de la memoria. En este barrio de la muerte, se puede ver cómo el hombre opone a la guadaña de la muerte el frío del mármol, la geometría perfecta de pasillos sumergidos en una quietud umbrosa, el recogimiento de los visitantes que vienen para admirar cómo lo Bello desafía a la Nada.

Fuera, los vivos exhiben su fidelidad a un pasado de una elegancia pomposa, cuando el país era símbolo de prosperidad y fiebre de las empresas. En el barrio de la Recoleta vivía una burguesía aficionada a la vida metropolitana; se contentaba con recolectar bienes que prodigaba esta fuente inagotable: la pampa. Estos llanos prodigiosamente fértiles constituían, hasta principios del siglo pasado, un verdadero almacén de aprovisionamiento para europeos y norteamericanos. Ante una opulencia milagrosa, esta burguesía se preocupaba tan solo por gastar mucho dinero en hoteles privados, residencias familiares, locuras (residencias lujosas para amantes), pequeños palacios…cada uno según el estilo arquitectónico de la época que estaba en boga en Europa. Arquitectos, artesanos y materiales de construcción afluían del viejo mundo para hacer del barrio un verdadero coctel urbano, con influencias castellanas, flamencas, parisinas, vienesas, venecianas, lo que hace de este pequeño mundo un museo al raso. Esta parte de la ciudad está inmersa en la nostalgia, y sus muros hablan de ellos mismos. Cada vez cuando estoy ahí, no puedo quitarme de la cabeza la impresión de hallarme en un mundo de fantasmas. Muchas residencias luchan desesperadamente contra el abandono y el deterioro. Un amigo argentino, oriundo de esta misma parte de la ciudad, me dijo una vez: sabes, tal herencia es una maldición. Te conviertes en un esclavo de muros mimados. Estos son como niños podridos. No comprenden que los nuevos propietarios no tienen más que un módico sueldo que les permite a penas sobrevivir. ¿Cómo calentar estas habitaciones? ¿Cómo mantener en buen estado estos centenares de metros cuadrados? Queremos quitárnoslos de encima, pero mi madre moriría de tristeza. Dice siempre que prefiere más bien morirse de hambre en un pequeño palacio que cobrar un cheque. En este barrio, yo veía a jóvenes, cada uno rodeado de un grupo de perros que alcanzaban a veces una decena: son todos perros de raza. Cuando asistí por primera vez a este espectáculo, no disimulé mi sorpresa. Me preguntaba qué hacía este estudiante (ello se notaba en su aspecto) con perros que cuestan una fortuna. ¿Cómo alimentar a todos estos perros? ¿Dónde los alberga? ¿No tiene más que esta tarea? Una gran sonrisa y una invitación a la discusión pusieron fin a mi asombro. ¿Usted no es de aquí? Usted no es el único extranjero que me echó esa misma mirada. No crea sobre todo que me sacrifico por estos perros. Es mi trabajo, amigo. Soy paseante de perros. Claro que sí, ¡paseanteeeeee de perroooooos! Como ve, la locura es argentina. Bienvenido al país de la insensatez. No se habla más de crisis y, sin embargo, la gente desembolsa fortunas para cuidar perros. Es la imagen que está en juego, amigo ¡El perro asegura la reputación del hombre! ¡El perro, un espejo! ¡Dime quién es tu perro, y te diré quién eres !... ¿Qué ?...¿Marroquí ? Claro que conozco Marruecos. Ahora entiendo por qué está más sorprendido que los demás turistas con los cuales tenía que ver). ¡Cuántas discusiones sobre el mundo canino! Siempre la misma historia: comparaciones entre los perros según la categoría social de sus dueños.

Para mí, tal como se aplica a muchos porteños el calificativo locura, utilizado por el paseante de perros, corresponde perfectamente a la concepción que le da Erasmo en su libro Elogio de la locura, una manera de connotar esa libertad del espíritu que se enfrenta a veces, de manera cautivadora, con las normas y las costumbres. Se trata de una bella locura, la que se acerca a lo único, lo original, que reduce con una elegante autoridad, el campo de lo semejante y lo idéntico. Dicha locura es mi tigani. Esta misma definición de la locura la he visto encarnada por una habitante de Buenos Aires, una biblioteca viva, una arquitecta enamorada de Borges y de los sufistas, una buena conocedora de Yalal ad-din Rumi, Maimónides e Ibn Hazm. La conocí en un pequeño café de San Telmo, uno de los más antiguos barrios de la capital. El lugar me es tan querido, con sus casas antiguas, a veces de estilo colonial, sus calles animadas, donde la ciudad derrama entusiasmo y espíritu de convivencia. En San Telmo, la sociabilidad habita hasta en el aire, y las tanguerías de la calle Balcarce, ¡son tantas puertas hacia el tiganismo! Los cuerpos y los trajes de los bailarines aportan tantos toques a este cuadro, destinado a la eternidad, cuyo encanto reside en su tendencia a lo incompleto. Las tanguerías son templos para una incansable voluntad creadora. Argumentar que el tango es monótono se debe a un problema de percepción, porque tras la apariencia repetitiva se oculta una incontestable variedad. El amante de los cantos de Oum Kalsoum puede captar mucho mejor el alma del tango. El tango no existe sino por el movimiento elegante y único de cada bailarina o bailarín, una comunión entre música, cuerpos y almas, que deja la bella locura a la que aludí domeñar la razón. Cada baile es un homenaje a la marcha sin fin de un alma, un espíritu, un capítulo en la cultura universal, lo que podemos llamar argentinidad.

Esta sensualidad desenfrenada, esta adhesión a una categoría de sublime que escapa al poder de las palabras son las que determinaban siempre mis encuentros con la gente que hace de los cafés de Buenos Aires los sitios más destacados de tiganismo. El día en que conocí a la arquitecta erudita, estaba en medio de un grupo de artistas del barrio. Era por un desayuno que empezó hacia la una para terminar a las dos de la madrugada. La discusión comenzó con El collar de la paloma de Ibn Hazm para abordar después el simbolismo de la hormiga en la pintura de Dalí, luego la alienación en Kafka. Cuando Graciela (su nombre) inauguró el debate sobre Borges y Oriente, empecé a darme cuenta de que estaba ante un género humano muy importante, una especie de Zorba femenino, un espécimen que realza de veras la singularidad de esta tierra. Se ponía a leer unos pasajes de los cuentos de Borges y mostrarnos luego croquis hechos por ella de los espacios imaginarios que el genio construía. ¡Graciela se dedicaba a dar una interpretación arquitectónica de la obra de Borges! Hacía catorce años que trabajaba sobre este proyecto. Exploraba los espacios propios de los mundos inconsistentes de la imaginación. Nos invitaba a entrar en los laberintos volátiles, intentando tender trampas en estos laberintos. Cuando le pregunté cuánto tiempo le quedaba para terminar su trabajo y lo que cuenta hacer con él, me respondió: Quizás seis años. Después de eso, voy a organizar una gran fiesta. Luego, voy a quemar todos estos planos y echar la ceniza en el río.

Lejos del mundo de las galerías de arte, los anticuarios y los debates intelectuales del barrio San Telmo, mis pasos me guiaron hacia un hombre de una extrema simplicidad, un guarda terruño, sin diplomas ni referencias ni pompa académica. Fue en el barrio de La Boca, la parte de la ciudad en que la comunidad genovesa fijó domicilio, un lugar pintoresco, con casas de colores vivos, viejos en las puertas echando sobre el mundo y la gente una mirada cargada de una dulce indiferencia, cafés donde se habla especialmente de fútbol y tango, restaurantes que sirven parrillada, milanesas y empanadas
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En Argentina, los buenos cocineros son numerosos. Las holas de inmigrados, en su mayoría italianos, españoles, alemanes y suecos dieron a la gastronomía argentina un carácter heteróclito: pastas, pizzas, pescado, mariscos, tortillas… Pero lo que es realmente popular en Argentina es la carne. ¡Y qué carne! Es el orgullo nacional.

Me habían recomendado este pequeño restaurante situado en un callejón de La Boca, sirve la mejor carne asada; es el lugar para iniciados. El jefe de cocina creyó que yo era ese extranjero que quisiera llenar la panza a buen precio. Aunque no le dije absolutamente nada, me preguntó cómo quería mi bife: ¿poco cocido? ¿A punto? ¿bien cocido? Le di una sorpresa cuando le pedí chinchulines y matambre(literalmente mata-hambre, carne que tiene mucho de grasa, una parte del abdomen que el carnicero marroquí llama sfaq, presentada bajo forma de rodillos rellenados con una mezcla de legumbres y huevos), sin olvidar la salsa picante llamada chimichurri que se parece mucho a nuestra sacrosanta tchermola. El hecho de pedir esta comida despertó el interés del dueño del lugar, quien no tardó de acercarse a mí y acosarme a preguntas: de dónde venía yo, qué es lo que se comía allá… Solicitado por sus clientes, me invitó a volver y comer con él en su casa.

Reconozco que la experiencia me parece tan rica como todas las discusiones sobre Borges, Dalí, Arlt… Con él, la satisfacción era por el otro que yo habito, el aficionado a los mercados, zocos, barro, establos, surcos que reciben pepita y agua. Ante un brasero, explorábamos la anatomía bovina, arroz con tripa gorda, pasando por los riñones, el corazón. Asaba pedazos de carne y me los daba. Intercambiábamos ideas sobre el arte de prepararlos. Hemos comparado la parrilla estilo gaucho (cocción sobre ascuas al aire libre) con el mechoui estofado (barrem ighosse en los beréberes zayanes), preparado en los hornos herméticos de barro, en forma de iglú. Hemos hablado de la pajada (mergued en Marruecos) y su influencia sobre la textura de la carne, el cebo del animal, la raza, la piedra de sal al lado del pesebre.

A lo largo de nuestra conversación, yo volvía a ser el que, durante las vacaciones escolares, iba a ayudar en el matadero. Por la mañana, después de una noche toledana, anegándose en sangre y sudor, los novicios, antes de la llegada del camión de reparto, nos sentábamos al rededor del fuego, y cada uno echaba en él un pedazo de carne, acompañado de un comentario sobre sus virtudes, y luego otro, en cuidadoso orden. Era divertido verme hacer lo mismo en compañía de este hospedero en un barrio de Buenos Aires.

*Abderrahman Beggar colabora ocasionalmente con La Quinta Pata. El artículo es parte de un volumen en el que narra para el público árabe sus viajes y observaciones por América Latina. En la actualidad, el autor es catedrático del programa de árabe y estudios mediterráneos de la universidad canadiense Wildrid Laurier.

La Quinta Pata

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