domingo, 13 de abril de 2014

Las pastillas de la memoria

Eduardo H. Paganini

Es verdad que el aerobismo es bueno para la salud. Al menos así lo siento ahora que he caminado más de 30 cuadras atravesando la humedad fatal de Buenos Aires esta media mañana de abril, ya que de esa forma he conseguido descomprimir, en el consiguiente desgaste de energía, mi decepción. Ni enojo, ni indignación: simple y fríamente decepción.

Sucede que había decidido mover un dedo después de 38 años. Efectivamente, después de una intriga muy personal había encarado el movimiento y la ruptura del silencio subyacente para —aprovechando mi paso por la Gran City— tratar de rescatar la fatídica Resolución Nº 13 del Ministerio de Educación que la dictadura había sancionado en 1976 y merced a la cual a muchos maestros y maestras, como a mí, nos declaraban la muerte laboral-civil en los “ámbitos municipal, provincial y nacional”.

Una Circular Nº 13 que me inyectó el miedo, el espíritu de fuga, la interrupción de mi carrera como maestro de grado y el deterioro de mi ciclo vital como educador y ciudadano. Es cierto que proseguí en una tarea equivalente de la que se me expulsaba, pero en otra geografía, en otro ámbito e inclusive con el sabor inquieto que genera la sensación de clandestinidad en la que vivía el día a día escolar. La fragilidad de sentirse convocado a una ruleta rusa donde el que dispara es el otro, pero la sien es la mía.

Aquella interrupción sufrida hoy se ve en parte desgraciadamente conmovida por esta decepción del no hallazgo de la Circular Nº 13: conclusión última y final de mi gestión en el Archivo Nacional de la Memoria.

Pero no es ese el eje de estos comentarios, porque —en definitiva— uno con el tiempo y la experiencia desarrolla cierta tolerancia y se prepara para la frustración con el archivo de documentos, sea del tipo que fuere. Lo que no esperaba era que la máquina burocrático-administrativa se comiera, moldeara según sus usos, códigos y costumbres una institución significativa y necesaria como debe ser la salvaguarda de la memoria reciente. Y como el tono viene en cuerda crítica seria bueno desalentar al lector despistado ya que estas líneas sostienen solamente valor de sugerencia y no desean ser moneda de canje para opinólogos trasnochados.

Aclarado pues, vamos a los hechos. El primer conflicto que enfrenté es casi anecdótico, un tanto gracioso si caemos en la clásica figura del porteño cachador que se mofa del pajuerano —como yo— que de a pie y como peatón encara para la ex ESMA buscando un ingreso sin saber por dónde. Paredón mayúsculo, rejas imponentes combinados con la ausencia de claros carteles orientadores son para los que como yo tenemos un imaginario configurado en épocas de botas y cuartelazos un sinónimos si no de hostilidad al menos de descortesía. El brillo móvil de algunos autos a unos 70 metros de donde me hallaba me indicó que ahí habría una entrada o al menos una voz guía. Por suerte, pude acceder por esa entrada lateral desde donde desandando la distancia inicial llegué a un punto. Hasta aquí, dos conclusiones parciales: una, tardaré en saber si fue un punto de llegada o será uno de partida (la esperanza no se pierde nunca); dos, recién me doy cuenta que haber entrado desde atrás a las oficinas buscando el frente no deja de tener un verdadero valor de símbolo y cifra de mi gestión.

Al metro cincuenta de estar bajo techo, topé con mi segundo conflicto. La mesa de entradas o la oficina de informes o como las nuevas teorías empresariales deseen llamar a ese sitio que saluda y pregunta: “buenas tardes, ¿señor?”. Falsearía la realidad de las cosas si dijera que no fui bien atendido, la persona protagonista de este primer impacto institucional desarrolló todas las posibilidades que tenía a su alcance para orientarme en mi búsqueda de la Circular Nº 13. No relato esto para quedarme en una queja de cliente desairado, pero el cumplimiento de mi tarea no podía ser resuelto allí ya que la capacidad de maniobras y respuestas excede las responsabilidades y el conocimiento de un personal de receptoría. De todos modos, se desarrolló alguna breve conversación como para que mi visita resultara satisfactoria y pudiera ser atendido por personal eficiente en la problemática, cosa que paulatinamente se iba complicando ya que mi inquisitoria no parecía tener formato familiar o protocolizable: no iba yo a ver cómo seguía el trámite de un caso X, tampoco iba a ver la continuación de una gestión por una “señora desaparecida”, ni siquiera tenía el “permiso para…”. Nunca supe para qué, honestamente no pude seguir escuchando la palabra de mi ocasional interlocutor ya que la palabra “permiso” impactó demasiado en mi ánimo: recurrí a la frase-sugerencia de Leopoldo Marechal cuando nos dice “el absurdo es también un camino de liberación” y —como para liberar toda la energía negativa que venía coleccionando— le espeté “¿¡permiso!? Me dijeron que los milicos ya no estaban más acá”.

La providencia, mi primo Guillermo y el teléfono celular surgieron en mi auxilio para extraerme de este punto difícil, pues debí apartarme para atender el llamado y luego de él —con aire renovado y la táctica revisada— regresar mansito a la entrevista interrumpida. Pero mi interlocutor había pasado de nivel en este juego y me cedió gentilmente el teléfono desde donde —seguramente en algún interno— una voz juvenil y femenina procuró atender la demanda de este visitante denso.

Recordemos que hasta aquí esa demanda fue tratar de enfrentarme con una pieza documental (la nunca bien ponderada Circular Nº 13), esto es, lograr una respuesta por sí, por no o por veremos, una trivia de fácil resolución —según mis ingenuas expectativas—. Lamentablemente, aquí también lo que debió ser charla de mutuo entendimiento se transformó en un input equivocado, pues mi nueva interlocutora, de nivel electromagnético, interpretó mis dudas como una solicitud de dinero: “¡ah! Es por lucro por cesantía que usted viene”, frase que me generó la sensación de un sello de goma en mi frente: “coso clasificado”. Mi desconcierto se trastocaba ya en fatiga, puesto que ninguna de las respuestas previas contestaba mi pregunta. Podríamos argumentar aquí que la atención mediada por un artefacto electromecánico cuando está la posibilidad del contacto personal, sobre todo en temáticas tan sensibles como la reparación de daños efectuados por la dictadura, la autoridad moral de haber recorrido 1200 km para el intento, etc etc serían valiosos argumentos para tensar la cuerda de ese segundo obstáculo, pero… ¡había más sorpresas!

Cuando la profesional voz de atención al cliente detectó que mi caso no se insertaba por ninguno de los ingresos para los que había sido programada hizo un ofrecimiento —sospecho que con honestidad y un poquitín de solidaridad— que me puso en situación de reflexión sobre viejas contradicciones: militancia/conveniencia, para decirlo lo más diplomáticamente posible. El hecho es que “la voz” me confiesa que para “esas cosas” (es decir, inquietudes como la mía) hay una persona, de nombre Obdulia, “pero no viene todos los días” y “le prestan el lugar”. Allí, con esos pocos datos, concluí mi composición de lugar, sobre todo porque también se agregó “es una señora grande”: Obdulia, una compañera de generación seguramente, debe ser una militante de la causa que a pulmón trata de desarrollar determinada tarea de reparación. Detrás de esta mujer descansa la dulce burocracia, que se instaló en un sitio que debería ser de exclusiva militancia, de militancia cotidiana, la de los pequeños gestos, la de la contención, la de la escucha atenta a una voz confesante, la de dar la cara. Pero… Obdulia no estaba allí, con lo que los sucesivos dos interlocutores, el imposibilitado por funciones y la electromagnética por canal de uso, no pudieron no supieron o no quisieron hallar una vía alternativa.

¡Cosas raras…! Allí no encontré alternativas ni caras que me explicaran un , un no, un veremos. Me llevaron a pensar en mis compañeras y mis compañeros muertos y desaparecidos…que fueron la causa, la razón por la cual existe este sitio honorable en su misión y fundamento. Mis compañeras y compañeros que buscaron alternativas para una realidad diferente y mejor, que no solo ponían la cara sino que pusieron tanto su cuerpo que se nos transformaron en una ausencia dolorosa.

La ausencia proseguirá y su dolor no se revierte nunca. Afortunadamente surgió la reparación con todos sus efectos saludables, reparación que no podrá revertir lo sucedido pero transporta la calma, la muerte del silencio, la posibilidad del reencuentro, inclusive con uno mismo.

Pero… lamentablemente a mí me tocó comprobar que aquel sueño colectivo y multiforme hoy corre el riesgo de caer en el adormecimiento naturalizador de la burocracia anónima.

Y ya sabemos, la burocracia no tiene banderías políticas ni sociales, pero sí una fuerte ideología con praxis incorporada: “tu avance debe ser anulado”. Parafraseando a León: la burocracia es un bicho grande y pisa fuerte.

La Quinta Pata

No hay comentarios :

Publicar un comentario