domingo, 15 de junio de 2014

Adiós al amigo

Eduardo Paganini

Resulta ya indiscutible considerar que Mendoza se ha transformado en una gran ciudad. Y a partir de esa categoría, están quienes piensan que merece aún alcanzar mayores logros y calificaciones. Pero al mismo tiempo, la ciudad crecida y devenida en cosmopolita, no pierde —afortunadamente— ingredientes muy propios y singulares.

Tal el caso de los personajes popularmente célebres. Por su carisma, por su gracia, por su tarea solidaria, por su trayectoria, en fin por mil y un motivos Mendoza posee en pleno siglo XXI el don de albergar méritos humanistas, como el de distinguir entre la multitud de pobladores a un pequeño grupo que por fuera de academias y cenáculos alcanza el reconocimiento en el imaginario colectivo.

Y uno de esos sitios de digna referencia lo ocupó el apreciado Willy, aquel mozo retacón y dinámico del Café de calle Gutiérrez 44.

Recientemente me sorprendió la tardía noticia de su partida, que había ocurrido a fines del diciembre anterior, y con ella volví a dimensionar esa sensación de ausencia intensa que se provoca frente a semejante choque. Y ahí mismo sentí la necesidad de un saludo, de un homenaje, a quien desde la tarea cotidiana, común, de todos los días, fue aportando con originalidad y potencia a la idiosincrasia de esta compleja mescolanza que se amasa en pro de una identidad propia, local, regional.

Willy —Clemente Bravo— lograba con el simple esquema del protocolo parroquiano/mozo armar una complaciente arquitectura de recepción, caracterizada por engranajes de reconocimientos, complicidades, asistencia, servicio, buen humor. Así, se erigía él mismo en el conjurante de la indiferencia, de la ligereza, de la descortesía. A pesar de mis muy prolongadas ausencias en el bar, cada vez que se daba el encuentro, la hábil retórica de Willy suturaba los lapsos y la charla allí nacía como si estuviese prosiguiendo exactamente el hilo interrumpido anteriormente.

Su magnitud de personaje especial lo ameritaba el solo hecho de haber diseñado una variante de combinaciones del café, que en su homenaje ha pasado a denominarse el “Cubanito Willy”, con lo que se dio la curiosa paradoja de estar al mismo tiempo en la sala como mozo y en la lista como bebida.

También era la contrafigura del arquetípico mozo aburrido y apoyado en la barra, a la espera de algún gesto. Willy era capaz de múltiples roles casi simultáneos: al punto de haber regresado de un reparto en alguna oficina vecina, recibir la orden de una cuenta, levantar al vuelo una vuelta más, cantar a la caja el monto de la consumición callejera, cargar dos vasos con soda para otra mesa, saludar personalizadamente al nuevo cliente que se está sentando, pasarle la voz a la cocina de algunos mastiquines solicitados, y finalmente, en un gesto corto, golpear y frotar rápidamente ambas palmas, en la transición para la siguiente secuencia de acción. Todo ello sin borrar una sonrisa, pero no sonrisa turística, de recepcionista, de azafato, la sonrisa de Willy —en ese rostro ancho de clown que recién se desmaquilla— traslucía la temporaria victoria del optimismo por sobre la tragedia humana de la existencia.

Y con su café arrimaba no solo sus palabras, sino también los recortes periodísticos, los reportajes que le habían hecho, en una exposición personal que hacía con cierta timidez pero también con algo de orgullo al sentirse héroe por un día. Las fotos de los suyos, la de su hijo fallecido tan joven y tan dolorosamente.

Willy no era un mozo que traía un café, era un amigo servicial y sensible que se complacía en el reencuentro y en su frase maestra: — ¿lo de siempre?

La Quinta Pata

No hay comentarios :

Publicar un comentario