domingo, 15 de junio de 2014

Padre ande..!

Eduardo Paganini (Baulero)

Inaugurando su faceta de narrador de acriollados relatos tradicionales, don Juan Draghi Lucero inaugura con este prólogo su libro Las mil y una noches argentinas. Al parecer, en ediciones posteriores se lo excluye y su título queda reducido al papel de epígrafe, por lo que su exhumación completa y la consiguiente divulgación honran a EL BAÚL.

El texto es muy rico por diversos motivos, de forma y contenidos, inclusive de intencionalidades: hay un manejo maestro de la lengua que obliga a intensificar la atención del lector actual, propone una visión continental de las problemáticas humanas y sociales, toma aspectos de manifiesto ético-estético, y deja explayada su convicción sobre el valor del saber popular (sentido etimológico de su pasión: lo folklórico)

Tus cordilleras sumaron para mi entendimiento los trasiegos del silencio como expresión caudal.

Dentro de la sombra fría de tus peñascales, creo que llegué a entrever el Norte de tus hablas retenidas.

En tu faz humanizada, tus labios retienen los decires en un temblor expresivo. Tus entrecerrados ojos mezquinan las pupilas a la luz, para más mirar a la noche y al sol indio... Dolor concentrado. Concentración cavilosa en incambiable expresión de piedra. Quemante sed helada como símbolo del duro amor silenciado... Quedas palabras con dispares resonancias. Idioma lejano, multilingiie, con derivación al lamento... Largas cadenas de autenticadas quejas suman tus silencios trasegados.

¡Quién pudiera ser bastante hijo tuyo, Padre Ande, para dar a los hombres la medida cabal de tus sentires!

¡Cómo hacer para traducir tus silencios...!

Puesto en la fiera empresa, permite, Padre Ande, que hilvane unas palabras en el idioma extranjero que nos maneja. Esta es mi pobre carta:

Un hecho histórico: el derrumbe quechua, inició el divorcio entre Ande y Hombre... Quebrantado el nexo de íntima unión —el idioma del Cuzco— se fueron sumando distancias entre el milenario sentido andino y las novedades aluvionales de la caravana forastera. A mayor abundamiento, novísimas concepciones urbanas acabaron de desvariar parciales aproximaciones entre mole y hombre. .. Todo tiende en adelante a desconocerse: a mirarse sin verse, a escucharse sin oírse porque los rumbos van opuestos.

Tan dolorosamente cierta es esta afirmación que, ocupando el Ande un lugar doblemente inmenso en la Geografía con lo doble de sus medidas horizontal y vertical, no se le ha asignado lugar en las cerebraciones llamadas espirituales. Está fuera de nuestra literatura.

¿Por qué?

La pampa tuvo cantores provechosos, que la supieron medir con gracia amiga; la húmeda selva encontró resonantes voceros y logró entrar en la íntima Geografía espiritual; pero los paredones andinos están fuera del labrado pensamiento. ¿Por qué?

Porque pampa y selva eran lugares vacantes, sin historia dirigente. Pampa y selva, con simple prehistoria, se entregaron incondicionalmente al sentido aluvional; pero el Ande, con las excelencias de una madurada Historia, se mostró rebelde a nuevos yugos.

El Ande amamantó una civilización fiel a la alta piedra, sumisa a su noche y a su sol... Hombres labró con su arcilla y su nieve. Hombres mansos y cavilosos porque vivieron en tremendo diálogo con los aplastantes volúmenes y, ante la disparidad de medidas, aceptaron con rumbo matriarcal las duras directivas de la Madre del Cerro.

El Ande, a fuerza de apalabrarse con sus creaturas se fue humanizando porque con esto más andinizaba a su hombre... Este hecho auténtico, de rigor histórico, dejó ver graves fallas, que tanto aprovechó en su lucha vencedora el pujante individualismo Occidental que llegara en el siglo XVI.

Pero es el caso que hoy, sumadas para bien las lecciones de la Historia, podemos aspirar al allegamiento al Ande, mediante el conocimiento y aceptación del sentido autóctono, sin por ello renunciar a ninguna de las ventajas que nos depara la cosecha del dinámico mundo de Occidente. Es ésta una empresa de la más pura suma humanística, sin el menor amago xenófobo o excluyente.

Ya nuestro aluvión humano puede aspirar a un sentido de madurez y estabilización. Cuenta con lo mucho de los aportes extranjeros, de encarrilamiento Occidental, pero, por razones circunstanciales, con brusca cesación del antes renovado aporte sanguíneo, lo que tiende a vigorizar este afán de reencuentro con los signos primitivos. Pasmosos acontecimientos universales le hacen cavilar en lastimantes posibilidades. Corren vientos con cuchillos que hieren a diestro y siniestro.

Si nos allegamos con afán discriminatorio a nuestro intelectualismo, cuyo asiento es Buenos Aires, centro no ya de directivas nacionales sino americanas, nos parece verlo desorientado pero listo y vigilante en atisbo de nuevos rumbos. El descalabro del ídolo francés, tan lleno de huecas brillazones, le hace sospechar de todo. Sumado a esto, su cansancio y descreimiento por el abuso del plagio, señala a este momento como propicio a la prédica autóctona. Sin embargo, ¡qué peligroso es apartarse de lo extranjero cuando no se posee el conocimiento integral de lo propio! Largo es el camino a recorrer y tan escabroso que se corre el riesgo de volver, sin fruto, al punto de partida.

Retornar a la tierra es la gran voz, pero ha de ser con el total de los conocimientos históricos como carga obligada. Sin esta dura condición veremos nuestra Geografía siempre con ojos extranjeros. Tiempo es ya de combatir de frente a la estúpida admiración de calibre turístico con que medimos llano y sierra, mediante el velocímetro yanqui... ¡Es hora de detenerse a pensar! ¡Ha llegado el momento del diálogo con la tierra nativa!

Sin el menor asomo de xenofobia, con las mayores afanes humanísticos, debe incorporarse al acervo cultural el conocimiento de las conquistas espirituales de Precolombia, pero tendiendo un puente de sabia comprensión, con miras al humano aprovechamiento.

Nada que no sea de orden dogmático se opone a este aporte a la humanística integral.

Hay una realidad patente: nuestra Geografía eterna. Dentro de ella se alza el Ande con faz aparentemente deshumanizada... Y es que nuestros ojos no han aprendido la manera de mirarlo y nuestros oídos no son lo suficientemente refinados para captar sus quedas hablas resentidas. Sabemos, sí, que hay un idioma —el indígena— que da lo justo de su medida pasional; nos consta que la pupila india sabe avalorarlo, mas ¡qué distante están las concepciones nativas de nuestro sentir Occidental!

Sin embargo, no ha de ser empresa loca y vana el pretender acercarse al olvidado molde... Todo aporte en bien de este reencuentro debiera ser festejado, pero nada contribuye tanto al buen fin como el hablar de frente con la serranía, en celada soledad.

El Ande, estrictamente indígena, podrá ser presentado cuando haya hecho carne el sentido autóctono en el hombre de lecturas. Por hoy no debiera pensarse —siempre en el terreno de la gradual recuperación— sino en el Ande mestizado o criollo. En este terreno, ya falseado, vemos vagar un mundo hispano con saliente arista católica. A los familiarizados con la historia colonial les consta que la Iglesia estructuró un sólido edificio, de sillares más inconmovibles que el que labró la administración civil española.

El Ande mestizado no presenta la soberbia grandeza india. Está en confesado descalabro, pero en su fiereza huraña, da gustoso asilo a las fuerzas enemigas de los aprovechados extranjeros. Como pujante supervivencia de la teogonía indígena, permite que en sus cañadones asiente la inquietante Salamanca —desvariado retoño de la célebre Universidad hispana, como prueba de la fiera sospecha popular del medioevo condenando al saber prohibido.

Los valles andinos se abren ante el conquistador y colono. Son doblegados por el castellano que le diezma su fauna y flora, pero que trae nuevos aportes en este sentido.

Se hace presente el dolor de Pachamama, la dura Madre del Cerro.

La cavilosa matrona precolombina comprueba el distanciamiento entre el nuevo aluvión humano y el Ande. Traba lucha por congraciarse con el mestizo. . . Los tiempos van jalonando su inexorable derrota. El matriarcado tiene, por fiera enemiga, a la iglesia serrana que conquista al hombre de la primitiva apacheta para doblegarlo al pie de la complicada Cruz, el nuevo símbolo de sumisión.

No conviene olvidar que como complemento de la Cruz se hizo presente Lucifer, demonio urbano de finas malicias. El Enemigo debe acomodarse al nuevo medio, terriblemente antiurbano como es la patria del cóndor. Supay y Pillán, de las teogonías quechua y araucana, deben haberlo aleccionado porque se lo ve presentarse en forma nueva. Es el Mandinga criollo que posee aristas originales. Su paradero es la Salamanca, casa desde la que tiende sus temibles redes.

Las dos fuerzas espirituales, la católica y su equivalente enemiga, traban enconada lucha, no tan fiera sin embargo que no se toquen amistosamente en los extremos en razón de necesitarse para supervivir. En este fiero batallar se personifican, no del todo justicieramente, el Bien y el Mal. Este mundo en lucha maneja al criollo en un complejo de aristas originales. Es la Cruz que tiende a dirigir la vida con un espejo mágico donde aparece la muerte manejada a su manera... Su contrapeso es la Salamanca: la cueva de míseras portales pero de suntuosos interiores. Pilares de oro y plata sostienen los techos, incrustados con perlas y diamantes. Refugio del atropellante placer, se maneja con chocarrera vida en las deshoras, inmedible cantidad de tiempo de la noche limitado por tres cantos del gallo pinto. Cortos momentos de intensas maniobras, donde se juegan los destinos de la vida criolla. Aquí es donde reside el venero inagotable que debemos estudiar para averiguarnos de ese mundo novedoso.

El Ande mestizo permitió estas luchas, pero téngase presente que lo andino no es sólo geografía vertical. Le pertenece el naciente llano que riega, y extiende su influencia hasta donde se hace visible al ojo del hombre. Ciudades y villas le pertenecen.

Fuente: Juan Draghi Lucero, Las mil y una noches argentinas, Mendoza, 1940, Ediciones Oeste. Director: Ricardo Tudela.

La Quinta Pata

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