domingo, 18 de diciembre de 2011

Una memoria (VIII y final)

Hugo De Marinis

Una memoria (I) , Una memoria (II) , Una memoria (III) , Una memoria (IV), Una memoria (V), Una memoria (VI), Una memoria (VII)
Licencia

Eso de guardarse de las alucinaciones y de la auto-protección, es decir, no hablar, no dar voluntariamente ningún dato, no preguntar siquiera al más confiable de los camadas, constituía una ley de hierro que solo dos veces recuerdo quebrada. Una, fue el tarareo de una canción de protesta, cantada por un chanta mientras se duchaba. Nadie le dijo nada; los que estaban a su alrededor se esfumaron en un santiamén, cuestión que siempre me llamó la atención.


Muchos de nosotros sabíamos de qué se trataba esa canción, lo que indica que quizá hubo un plan de los milicos para juntar a este grupo y controlarnos mejor. Pero no, qué va. Sería asignarse una importancia inexistente. No la teníamos porque éramos lo que éramos: un grupo de morondanga. Lo que sí devela ese esfumarse cuando algo podía quemarte era la extensión que expresiones culturales como esta canción alcanzaron en el común de la gente como para que se la identificara enseguida y se actuara, o sea, pirarse sin más.

La segunda vez fui yo quien violó la ley de marras, aunque no en el batallón fueguino si no en la estación de ómnibus de Mendoza. Acababa de llegar por mi licencia al departamento donde vivían mis padres. Venía acompañado por el Gringo Di Lorenzo, el Cabezón Morales y Pecho Frío Riquelme. Los presenté a los míos, tomaron algo porque hacía mucho calor e inmediatamente partieron a sus respectivos lugares. Cuando se fueron, mi madre me reveló la noticia del secuestro de mi hermana apenas tres días después de presentarme a cumplir con la conscripción. Mi familia había mantenido un sabio silencio que obró maravillas, pese a mis continuas demandas de información en las cartas que enviaba.

Fue como una explosión. No terminé de escuchar que salí corriendo a la terminal para comunicarles a mis amigos – una imprudencia que pudo ser fatal – que no sabía si volvería al vencerse la licencia: les conté lo que pasó tal como me lo dijeron; no recuerdo que respondieran absolutamente nada ni en ese momento ni nunca después en los restantes ocho meses que convivimos en el BIM 5, porque en efecto volví. También, en aquel diciembre de 1976, regresé al departamento familiar aunque mi primera reacción fue rajar y rajar lo más rápido que fuera capaz, como cuando me sabía corretear los canas y me les escapaba. Pero esta vez, ¿adónde iba a ir?
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Mis familiares que presenciaron el secuestro – la afrenta más escabrosa y humillante que les tocó sufrir en sus enteras existencias – me relataron los detalles, los que por sus denuncias, en especial las de mi madre, repetidas las veces que se lo requirieron, son de conocimiento público.

Después aparecieron mis compañeros del alma, los incondicionales Ramiro y José Osvaldo. Nos propusimos – como si dependiese de nuestra voluntad – seguir vivos y libres, y encontrarnos en la revolución cuando me diesen de baja.

Vida
En esos momentos no me imaginaba que la desaparición de mi hermana se fuese a convertir en lo que fue: un hecho definitivo. Todo – cosas y gente – parecía en cierta medida normal por las calles de ese diciembre: el calor, las promesas, las despedidas, las fiestas y hasta los miedos y tristezas. Es muy probable que se tratara de la primaria necesidad de transformar una atmósfera indecible en la humana adaptación a la continuidad de la vida.

De aquellos días recuerdo la partida al exilio de Ramiro a quien fuimos a despedir al antiguo aeropuerto El Plumerillo; asimismo la figura y voz doliente de mi padre en el brindis de navidad por el pronto retorno de nuestra querida ausente. No mucho más: el emprendimiento de la riesgosa vuelta a Tierra del Fuego, el tren El Zonda y sus abominables asientos de madera de segunda clase, el polvo del desierto entre Mendoza y San Luis que se nos incrustaba por todas partes, un par de jornadas en Buenos Aires porque el Electra estaba descompuesto, con una noche al sereno en la plaza San Martín y otra durmiendo en unos bancos de la estación Retiro. Allí, unos policías de civil nos despertaron de madrugada con bastante bochinche para pedirnos documentos. Después de informales que éramos colimbas y que nos íbamos a la isla a la mañana siguiente, el líder de la patota nos mostró algo de espíritu de cuerpo y nos permitió seguir durmiendo.

(Ahora que rememoro esto a propósito del “espíritu de cuerpo” me vienen a la mente dos personajes de novelas, una de Rodolfo Fogwill – En otro orden de cosas – y otra de Carlos Gamerro – Un yuppie en la columna del Che Guevara. Me desacomodó durante su lectura cómo los protagonistas de las dos ficciones pasaban de un estado de situación a su opuesto – de militantes a militares, fachos convencidos o a personas a quienes les daba lo mismo ser militantes o no. O lo contrario: esa capacidad perturbadora de adaptabilidad. Me pregunto si las simulaciones en la segunda parte de mi conscripción – la proximidad o la simpatía mutua con uno que otro suboficial u oficial blando – no me colocaban a la par de estos maleables y temibles personajes a quienes nunca – de ser reales – me les hubiera acercado ni con un telescopio).

Aparte de la pena brutal por la caída de Lila otro asunto que me resultaba claro era que quedaba a merced del humor de los marinos. Me jugaba a que desconocieran lo ocurrido, que se les hubiese traspapelado el secuestro, que no lo asociaran conmigo, pero eso era un razonamiento narcisista, endeble e ilógico. Cómo podían ser tan ineficaces. Lo concreto es que no contaba con un plan B o C que me permitiese un mínimo escape. Si se les daba la gana o se les encendía la lamparita me hacían boleta a mí también. Estaba inerme. O solo armado cuando hacía guardia y ese justamente no sería el momento en que me viniesen a encanar con lo que ni tan siquiera me iban a dar la oportunidad de caer peleando. Pese a todas estas fantasías, llegué a Tierra del Fuego sin novedad y en el resto de mi estadía, salvo los sustos que conté, no me pasó nada. O sí: zafé de lo peor de esa época fondeado en el lugar más insólito.

Baja, sueños y pesadillas
Después de una eternidad vino la baja de ese “domingo largo” que duró más de un año. La milicada organizó un desfile interno en el patio de armas para darnos la despedida un día antes del que se suponía teníamos que irnos. La única vez que recuerdo hubiésemos marchado con ganas. Pero para variar, el infame electrodo volador estaba averiado de nuevo por lo que hubo que permanecer en el batallón por casi una semana más. Andábamos de civiles y desesperados por mandarnos a mudar. Empezamos a tutear a los cabos segundos y un poco a desafiarlos por la bronca que nos carcomía. Más de uno mostró los dientes a los más verdugos que recién en esa instancia pretendían actuar de amigos y de buenos.

Finalmente el 16 de agosto de 1977 apareció el cachaciento avión. Tardamos solo unos instantes en abrazar con emoción de hermanos a los colimbas que se quedaban y a cuya mayoría no volveríamos a ver ni saber de ellos nunca más. Hubo un par que hasta se tomaron la molestia de ir a saludar a Coquito y a otros jefes. Después se tuvieron que aguantar las iras y cargadas del resto. Subimos al camión que nos llevaría al aeropuerto de Río Grande persuadidos de que no podíamos demorarnos un segundo más no fuera que el Electra decolara sin nosotros y nos tuviéramos que quedar enterrados entre milicos por más tiempo. Cuando traspusimos las puertas del batallón pegamos un rugido semejante al grito de un gol decisivo de una hinchada en la final de un campeonato. Un teniente de los tiradores que venía a trabajar, al vernos pasar se cuadró y rojo de emoción nos hizo el honor de la venia. El gringo Di Lorenzo le mandó un corte de mangas; el Cabezón Morales un “qué me importa” levantando sus hombros. A mí me sorprendió e ignoro cómo es que entre tanta euforia he retenido el gesto y la cara del teniente, no así su nombre.

No guardo la menor noción del vuelo a Buenos Aires ni de cómo hicimos para ir desde Ezeiza a Retiro para tomar el tren a Mendoza. Ya nos habíamos dispersado entre nosotros también definitivamente formando grupitos de tres o cuatro. Mi grupo, con la guita ahorrada por el sueldo de zona, pagó la diferencia a primera para evitar los matadores asientos de madera. Con el tren en marcha, me puse a mirar por las ventanillas las pintadas en los paredones a los costados de las vías. Había varias con consignas anti-milicas aún no borradas. Se destacaba una enorme que rezaba en pintura verde, “Gloria a la compañera Arrostito”. Había caído presuntamente muerta el 2 de diciembre del ’76, pero los mismos a quienes serví por más de un año, la tenían viva, secuestrada en la ESMA. Le iban a dar muerte por envenenamiento recién en enero del ’78.

Del servicio militar me quedó una tirria contra todos los uniformados que me dura hasta el presente, aunque matizada porque hoy ya no son los mismos que aquellos. Antes también les tenía bronca, pero a partir de la colimba, con conocimiento de causa. También me traje pesadillas, las únicas repetitivas que todavía sigo padeciendo y no por lo que pudiese haberme pasado sino por el miedo a que me llamen de nuevo y no me quede otro remedio que presentarme. Me he visto en el BIM 5, melenudo y con la barba entrecana, haciendo cola para el rancho. Lo peor es que cuando despierto demoro en darme cuenta que ha sido solo un mal sueño.

Mi idea era reengancharme de inmediato en la militancia apenas pisara suelo mendocino. Estaba fuera de mi entendimiento que la etapa más apasionante de mi vida comenzaba a difuminarse en el tiempo y convertirse en historia. Esos catorce meses, a más de mantenerme a resguardo de la represión me habían privado de la posibilidad de comprender en su totalidad la dimensión de lo ocurrido. Ni por un segundo se me cruzó que en un futuro debería considerar también abandonar el país. Pero esa ya es otra historia.

La Quinta Pata, 18 – 12 – 11

La Quinta Pata

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